viernes, 27 de enero de 2012

¿YA NO QUEDAN TASCAS?

Rescato hoy un texto que no tiene nada que ver con bicicletas ni con el deporte en general. La cosa va de bares. Que no es que uno los frecuente, más bien "hablo de oídas".

Escribí esto hace unos meses a petición de una "amigueta" (¡qué mal suena en femenino!) para acompañar a una fotografía suya. Lo cierto es que la foto es mucho mejor que el texto, pero se hizo lo que se pudo. Puede verse una copia a gran formato en las paredes del lugar del que hablo.




No hace tanto tiempo que por los rincones de Huelva proliferaban esos establecimientos en los que gentes de toda condición se reunían en torno a un mostrador, con la única pretensión de saciar su sed de vino y compaña sobre un suelo cubierto de serrín y entre cuatro paredes impregnadas de humo y salpicadas de pequeñas historias. Se trataba de las tascas, templos consagrados al Dios Baco en los que, mientras se comulgaba con “peseteros” y aceitunas, se compartían penas y alegrías al ritmo que marcaba un reloj de propaganda de Anís El Mono, bajo la atenta mirada de los ocho ojos de algún animalito que, con su tejido, contribuía a la decoración del local.

Pero ese “bulldozer” implacable llamado progreso fue reduciendo a cascotes cada uno de aquellos museos de lo cotidiano y lo cercano, en nombre de valores tan innegociables como la higiene, la estética y las buenas costumbres. De este modo, todas las tascas de la vieja Huelva acabarían convirtiéndose en bares de diseño, bazares chinos, tiendas de móviles o, no se puede caer más bajo, en bancos. Tócate las narices.

Pero ¿todas…? Puede que no. En un rincón de la Isla Chica, un grupo de irreductibles parroquianos resiste contra viento y marea el embate de los tiempos a modo de aldea gala frente a las legiones de Julio César. Si nos acercamos podremos leer en el cartel de Cruzcampo que cuelga sobre la puerta: “Los Cuartelillos”. Sólo el nombre ya evoca tiempos pasados.

No esperes encontrar en su interior mobiliario de diseño, cuadros de galerías de arte ni otras cucadas por el estilo. Estamos en una tasca, señores, con sus sillas y mesas de las de “toda la vida” y decorada con retales del día a día. Aunque los tiempos y las normativas han obligado, afortunadamente, a reformar el local para cumplir con las exigencias actuales, sigue flotando en el aire ese aroma casi imperceptible que desprende lo añejo.

El “Abraracurcix” de esta particular aldea es Juan. No siempre fue así: él heredó el trono de su padre, José María, fundador del establecimiento en su emplazamiento original en el Matadero junto a su esposa, Salomé, ambos procedentes de Bonares (¿álguien lo dudaba, tratándose de una tasca en Huelva?).

Juan es de esos taberneros que han mamado el oficio desde pequeños. Algo gruñón, aunque de trato agradable cuando se le conoce, pero teniendo muy claro que eso de que “el cliente siempre tiene la razón”… pues depende cuándo y cómo, ya se estudiará cada caso.

En tiempos pasados (y, al menos en este particular, mejores) los dominios de Los Cuartelillos se extendían hasta el muro que se encuentra en la acera de enfrente, junto al Barrio Obrero. Allí se asentaban los más jóvenes para dar cuenta de unas papas “aliñás” regadas con un tercio de cerveza o un tintito de verano. Pero tan peligrosa actividad se vio cercenada de raíz por las autoridades ante las quejas de algún biempensante al que molestaba la presencia del personal. ¡Hay que joderse!

Es curioso, pero un observador atento (y ocioso; y aburrido) puede percibir la evolución de la parroquia con los años. Lo normal es empezar siendo asiduo de la calle, a la sombra de los naranjos (antes sentado sobre el muro) y formando corrillos más o menos homogéneos de pie o en torno a los nuevos veladores. Vamos, la infantería de toda la vida.

Con el tiempo, lo habitual es pasar al siguiente grupo social: la barra, la quintaesencia de la tasca, el balcón desde el que uno se asoma a ninguna parte, el altar sobre el que, con cálices profanos, se celebra la ceremonia de la comunión diaria. Curiosamente, el tránsito iniciático lleva a que los clientes más asiduos se vayan acercando poco a poco al lugar más sagrado de la barra: la esquina.  Esto ya son palabras mayores, no todo el mundo puede acceder a ese recinto sin profanarlo. Hay que haber mamado mucha mili.

Pero el tiempo no perdona, las piernas se van cansando, las espaldas no son las mismas y hay que asumirlo: toca pasar a la reserva, a las mesas. Allí, cerca del suelo (es sabido que de ahí viene la palabra “solera”) los santones destilan historias acumuladas tras años de experiencia. A muchos se nos coge un pellizco cerca de los genitales al recordar nombres como los del mismo José María, Alfonso, Manolo “El Músico”, Lucas, Gabriel…

Sin embargo, esta estratificación social no es estanca sino, por el contrario, bastante permeable. No es difícil observar a clientes de toda la vida que, quizá aquejados de un recalcitrante complejo de “Peter Pan”, son reacios a ocupar su merecido puesto en la barra y prefieren mantenerse fieles a sus inicios en la calle. También los hay que, con poco tiempo en el convento y gracias a las muchas virtudes que les adornan, acceden directamente al sagrario de la esquina o mucho novicio de culo pesado que no tiene más remedio que recurrir a las mesas para reponer fuerzas con un “montaito” de palometa o una tapita de “alioli”.

Esperemos que esto se mantenga así por muchos años y que Los Cuartelillos y demás tascas supervivientes al progreso (que alguna otra queda por ahí, no hay que dramatizar) sigan siendo lugar de encuentro en el que se comparten dichas y sinsabores, se arregla el mundo de un plumazo, se celebran triunfos de tu equipo y se resguarda uno de la tormenta de mediocridad y mala baba que está arreciando por ahí afuera.


Salud,


Parroquiano.



1 comentario:

  1. ¡ muy bueno Jose Luís!. Besos y abrazo a todos los parroquianos-as, de un parroquiano.

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